Animales de la selva africana borrachos en marula
- Daniel Dumont Reyes
- 26 nov 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 3 dic 2018

Caminando sobre la suciedad de los citrios, sintiendo los ácidos que intentaban permear las palmas impenetrables de sus pies, los elefantes se aproximaban energéticos al charco inmenso de marulas.
Por montones las agarraban con sus trompas y se las echaban a la boca como bocaditos de dulce de coco.
Tras ellos se aproximaban desesperados los monos y los jabalíes, haciendo su camino lentamente sobre lo que era ahora la olorosa plasta de las marulas podridas dejada tras las pisadas de los elefantes.
Les encantaba. Se hartaban de aquella plasta habiendo o no frutas enteras adyacentes para devorar. Los monos agarraban la pegajosa y escurridiza substancia con sus manos y dejaban sus dedos tan vírgenes como en el día de su nacimiento cuando solo humedecían con la placenta de sus madres monas. Los jabalíes, sin embargo, no habían tenido tan buena trata de la evolución en cuanto a la complejidad de sus extremidades (no tenían muy buen uso de sus patas excepto para andar) por lo que se lanzaban de cabeza en la plasta hasta el punto que parecían llevar máscaras amarillas, como luchadores mexicanos, y no veían nada excepto el marula que era, por cierto, todo lo que les interesaba ver. Los animales reconocían la presencia de aquellas cuantas piezas enteras entre el delicioso semen amarillo por el que caminaban, pero parecía que preferían hartarse primero sin usar sus dientes, tomar los primeros sorbos de marula directamente de los jugos fermentados sobre la tierra.
Eventualmente llegaban a ellas, sin embargo, con excepción de los elefantes, las jirafas y otros animales de alto estatus en la jungla que comían solo frutas enteras con su trompa, o alcanzando la altura de los árboles con sus largos cuellos. El resto de la plebe endémica prefería lubricar sus estómagos preliminarmente con los jugos venéreos del marula antes de dedicar sus muelas al cuero fermentado de la fruta.
Los leones, supuestos reyes de toda la jungla, ahora yacían agonizando su borrachera entre las cebras. Las serpientes ondulaban enredadas eróticamente con las ratas. Se decía que hasta las moscas se picaban entre ellas y que la sangre que consumían terminaba siendo la misma sangre para todas. El único sonido en la jungla eran los diferentes chillidos de placer de la diversidad de los animales, todos gimiendo en unísono para manifestar el orgasmo de la selva.
Entre toda la bulla y la peste había un genuino sentimiento de amor y serenidad entre los animales. Era una verdadera belleza atestiguar aquel goce comunal. En el momento del éxtasis no había selección natural que valiera, ni tampoco la supervivencia del más fuerte importaba, pues todos eran igual de indefensos ante el hedor seductor de las marulas podridas. Todos y cada uno de los animales entraban en un estado drogadicto de plácido deleite pero no por esto menos lúcido, pues todos se encontraban en la conciencia colectiva de la jungla.
Y así volvían a sus quehaceres sobrios, su estricta rutina de sonidos innecesarios y carencia diaria de propósito. Todo hasta que cayeran nuevamente las primeras marulas amarillas de los árboles, incluso antes cuando las jirafas privilegiadas alcanzaran la primera putrefacción de las ramas, aún cuando los halcones tuvieran el privilegio de consumir las frutas podridas más grandes y bellas primero que nadie, hasta cuando los elefantes se quedaran sin paciencia para esperar la caída de las frutas y se estrellaran violéntamente contra los árboles de tal manera que sus troncos se estremecieran de horror y dejaran caer sus tan preciados testículos. Todo esto hasta que abarcaba nuevamente por la selva la peste enferma que todos tanto amaban, unidos ante Oloddumare por el sabor exquisito de la fruta sobre el suelo, fermentada y pisoteada.
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