Los manatíes
- Daniel Dumont Reyes
- 1 oct 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 2 oct 2018

Lo primero que vio cuando entró a la casa fue la piscina. A lo lejos, el resplandor inconfundible del agua permanecía escondido a través de unas cortinas blancas que se mecían tenuemente con la brisa. Estaba parado a la izquierda del dueño de la casa: un hombre alto, seguro de sí mismo. Este llevaba unos minutos mencionando uno por uno los cuadros que poblaban su amplia sala. Años después recordaría solo uno de ellos, la apariencia nefasta de aquel manatí que lucía como piedra angular de la sala, pintado con un estilo fresco pero preso de sí, esclavo de aquellos ojos perversos que nunca logró olvidar. La sala olía extraña: una mezcla de incienso barato, fósforo y mierda de perro. La combinación de olores, sin embargo, no le resultaba repugnante. Por las losetas ajedrezadas de la sala correteaba un perro sato con ojos de humano y un pellejo gris que parecía plata oxidada. El dueño de la casa le dijo que se llamaba Lilly pero mientras se la presentaba, ésta levantó una pata para orinar. Le señaló el dato insólito y le respondió, sonriendo — Cualquier perra puede levantar la pata para orinar y cualquier hombre puede orinar sentado en el inodoro. —
El paso por la casa se fue convirtiendo en un acercamiento gradual hacia la piscina. A través de los lienzos blancos se veía más claramente el agua y pudo distinguir que ésta se movía, como si bajo la superficie se regocijaran remolinos apocalípticos. El dueño seguía esmerado en su incesante monólogo elogiando la casa, aunque lo hacía más como acto de honestidad que por ostento. Caminando por las losetas teseladas recordó las tardes que jugaba ajedrez con su abuelo luego del colegio. Su abuelo (que en paz descanse), corpulento como nadie y necio como todos, jugaba estrictamente con las fichas blancas. Le tocaba al nieto jugárselas de negro. — Ese color está endiablao mijo, no te lo vaya a contagiar que no te lo va a poder sacar nunca. — Total, la madre de sus hijos era negra, pensaba mientras se acogía a otra rutinaria derrota frente al viejo. Sintió por un momento que aquellas losetas todas llenas de polvo y mierda guardaban los últimos recados de su abuelo. Se vio tentado a caminar en eles.
En lugar de puertas, la salida al patio consistía de unas largas y antiguas cortinas blancas cuyo vaivén con la brisa y juego con las las sombras parecía un intrincado baile de derviches persas. Siglos de historia transitaban por el aire, emanados del baile de las bailarinas de blanco a la música del viento. La piscina se hacía cada vez más evidente, cada vez más desafiante. El agua de la piscina era negra pero cristalina; no se veía el fondo oscuro, pero sí, detalladamente, tres manatíes inmensos. Le preguntó al dueño sobre ellos y le dijo sencillamente que eran sus manatíes. Le señaló que los tenía en cautiverio y que su patio grandioso se opacaba con la casa de fieras que era la piscina. Solo le contestó que no se preocupara, que a ellos les gustaba el cautiverio. — Se pueden ir cuando quieran, — le dijo, — la puerta de la casa siempre ha estado abierta. — Por un momento imaginó la evolución de los manatíes a un plazo de docenas de millones de años para crear patitas que les permitieran salir caminando de la piscina, escapar por la puerta de la casa y desplegar su raza por el mundo. Sin embargo los manatíes, nadaban en una especie de flote tranquilo, como grotescas vacas marinas. Sus ojos complacientes lo observaban, ojos negros, más negros que el fondo de la piscina. Le pareció que concurrían con su dueño y adoptaban con orgullo su pequeño charco de agua negra. A fin de cuentas, era de ellos; el dueño solo intervenía para alimentarlos y limpiar sus desperdicios. Tenían su buen estanque de agua para flotar en un sosiego eterno, casi drogadicto.
Eran felices aquellos manatíes y morirán flotando, nadando y amándose al ritmo de los derviches del patio, relajados bajo la luz del sol que ahora brilla sobre una mancha plomiza que orina a la orilla de la piscina, levantando la pata. La piscina era todo para los manatíes, pero ellos no conocían la inmensidad del mar, no sabían del olor a sal, no tenían una libertad superior que echar de menos.
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